Por Enrique Papatino *
Sostiene Borges que la inocente voluntad de un biógrafo es despertar en un lector recuerdos que pertenecieron a un tercero. Pero la ejecución de esa paradoja puede ser memorable, si el biógrafo encuentra en su personaje el gesto fundamental, sin dejarse amedrentar por aquello que el lector espera.
Al releer el tomo “Los caminos de Alfredo Alcón” compuesto por Mario Gallina, creo hacerme cargo con despreocupación de esos recuerdos, de esos momentos sublimes o tremendos vividos por nuestro admirado actor.
No es casualidad. Gallina es un espectador teatral compulsivo, y tiene la cada vez menos frecuente facultad de escribir con el oído, esa rara destreza vedada para la mayoría, que propone un mundo del que, una vez adentro, sabremos que somos incapaces de salir.
He visto por primera vez a Alfredo Alcón a mis 10 años, cuando hizo “Historia del Zoo” de Albee. He logrado desde entonces, primero gracias a mi padre, y luego por mí mismo, no perderle paso a sus actuaciones.
Y viene a suceder que el libro no se limita a la interpretación vital de los hechos de un hombre. Tiene además una serie de glosarios que enmarcan la actividad de ese hombre, y que nos otorgan una sensación singular de agenda personal. Conforme avanza el libro, es inevitable asociar sus ítems con aquello que nosotros éramos o hacíamos en cada momento.
Parece un lugar común decir que Alcón vive en este libro, aunque todos sepamos que hay libros que devuelven la vida. Gallina obra como un padre riguroso y generoso. Le otorga a su criatura todo lo necesario para que viva en la conciencia del lector. Por eso, si no caeré en la tentación de decir que estamos ante un libro imprescindible, sí diré que su lectura nos mejora, porque sus líneas nos proponen un mundo conmovedor, del que sería penoso quedar afuera.
* Dramaturgo.